Por Oscar Picardo Joao opicardo@iseade.edu.sv
Vivimos en una sociedad educadora; no solo el currículo prescrito, aplicado y logrado generan aprendizajes; cada día, en la experiencia cotidiana, familiar y comunitaria se enseña y aprende; en efecto, como anotaba John Dewey: “La educación no es preparación para la vida, es la vida misma”.
Educar supone momentos de enseñanza y de aprendizaje; a nivel formal, en las escuelas y colegios se aprende más de lo que se enseña, debido al proceso de socialización –aprendizaje entre iguales-; y se aprende tanto en clase como en los recreos, sobre todo lo que respecta al currículo oculto.
El enfoque editorial de los periódicos enseña, los comentarios de sobre mesa enseñan más aún, y la televisión e internet ni se diga… Resulta sumamente difícil reducir el proceso de educación del ser humano al entorno escolar; cuando el niño (a) llega a la escuela, el equipaje psico-genético y sobre todo la densa experiencia pedagógica del hogar ya han moldeado un estilo de personalidad, el cual según Kohlbert, configura el desarrollo moral pre-convencional, como base de lo que será el propósito de vida, el funcionamiento de las relaciones, la concepción de autoridad, la conciencia, etc.
Quienes hemos trabajado en docencia a nivel de educación básica y media, descubrimos y observamos una gran diversidad en el aula: introvertidos y extrovertidos, sumisos y dominantes, tímidos y aventurados, realistas y sensitivos, pragmáticos e imaginativos, conservadores y arriesgados, hiperactivos y controlados; más allá de las posibles inteligencias múltiples –Howard Gardner- o emocionales, cada aula es un mosaico de identidades.
Los niños (as) y jóvenes crecen y se desarrollan en una sociedad –no sólo en la escuela-, y el tipo de sociedad y su cultura –sus valores, creencias y costumbres- educan de modo colateral. El valor que le damos al pasado, la forma de cómo vivimos el presente y la visión de futuro son tres escenarios fundamentales de la educación colateral, y en nuestra realidad concreta salvadoreña estas tres dimensiones son preocupantes: la historia no está dignificada y aparece borrosa y perpleja, con muchas heridas y cicatrices; el presente está pautado por la violencia y la desvalorización de la vida; y el futuro es incierto, no hay un proyecto de país.
La familia está desintegrada por la migración o en el mejor de los casos ocupada en sobrevivir, resolviendo el consumismo nuestro de cada día; los momentos efectivos de aprendizaje en la escuela son mínimos; la fe se ha vuelto mediática y utilitaria; la realidad nos desborda con una decena de homicidios diarios, con el deterioro ambiental, con los contrastes entre la miseria y los rascacielos, con la corrupción y con la falta de institucionalidad.
Los libros de texto dicen una cosa, pero las noticias y el internet dicen otra. ¿A quién le creemos? Se preguntan los estudiantes, ¿a la incertidumbre o a los espejismos?, ¿al maestro o al BlackBerry?, ¿al mundo real o al virtual?...
Nuestra sociedad está, además, agudamente dividida: hay un submundo de la pobreza urbana asediado por las pandillas y por una precaria economía, en dónde la salud, la educación, la vivienda y la seguridad es un azar; existe otro submundo, urbano resguardado y amenazado, en dónde se “vive paranoicamente mejor” y en dónde la mora y la tasa tributaria no da respiro; otro submundo es el rural, en dónde las oportunidades y posibilidades están al cruzar la frontera de México hacia Estados Unidos; y es posible que exista otro submundo algo desconocido… lo único que tenemos en común es el interés por la Liga Española…
Esta es una versión simplificada de nuestra “sociedad educadora”, llamada pedagógicamente nivel “macro curricular”, la cual de manera silente pero efectiva forma y configura al ciudadano de la generación de relevo.
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