jueves, 30 de junio de 2011

Educación ¿para qué…? (parte I)

Oscar Picardo Joao                                                               opicardo@iseade.edu.sv

            Parafraseando al rector mártir Ignacio Ellacuría, S.J. hoy más que nunca debemos arriesgarnos a planearnos preguntas profundamente humanas, críticas e históricas: “Educación ¿para qué?”; la ideologización de la globalidad enmascara un consumismo exacerbado, y al parecer muchos jóvenes se plantean la educación como un simple “ascensor social” (Martín-Baró, 1979) para hacer dinero y comprar más, buscando un título más que saber y aprender. Los imperativos humanísticos se están desvaneciendo ante la implacable competitividad; la solidaridad es un asunto semántico del pasado, lo que está de moda es el liderazgo…, y no como elección voluntaria para el servicio, sino como forma de influenciar, aparentar, dirigir, manipular.
            Rakesh Khurana, profesor asociado en el área de Comportamiento Organizacional de la Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard recientemente publicó el libro: From Higher Aims to Hired Hand” (Septiembre, 2008) en dónde denuncia la fuerza que han cobrado los aspectos puramente económicos en el ámbito educativo. Ya no se trata de contar con la mejor oferta formativa, sino ver quien es capaz de rentabilizar en mayor medida y en menor tiempo la inversión monetaria que suponen los estudios superiores; en síntesis, estudiar para hacer más dinero, más rápido. En gran medida, esta visión economicista de la academia es la que está a la base de la crisis financiera global que hoy vivimos: crisis de comprar con espejismos.
            Nadie puede estar en contra sobre la importancia del “bien-estar”, pero no debemos anteponer al “bien-ser” el “bien-estar” y el “bien-tener”; en el fondo, estamos discutiendo sobre un tema ético: el proyecto de vida. En este contexto, la educación juega un rol sustantivo, y cuando hablamos de educación nos referimos al menos a tres ámbitos: la primera educación en la familia, la educación formal en la escuela y en la universidad y la sociedad educadora. Esto supone decir que la vida es pedagógica, cada día y en cada experiencia aprendemos algo, y quizás lo más importante es destacar el rol de los maestros y maestras, desde los padres y madres, hasta aquellos que ostentan un título magisterial; estos actores protagónicos son verdaderos guías que pueden establecer pautas concretas sobre el significado de la vida y la finalidad de la educación.
            Las instituciones educativas –por su misión formadora y creadora de consciencia- deben apoyar a los padres, madres y estudiantes en la recuperación del verdadero sentido de la educación: educamos, simple y sencillamente, para formar personas con un sentido ético, científico y ecológico, es decir, responsables, eficientes y solidarias con su entorno. Nuestro fin último debe ser la vida misma y no el dinero, nuestra meta construir una sociedad mejor y no un emporio privado. Debemos, además, educar en la amistad, en la cultura y en el respeto integral al ser humano; enseñando el uso y avance tecnológico al servicio de las personas y de su prosperidad y no unilateralmente al servicio del mercado.
            Paulo Freire y Fernando Savater, dos grandes pensadores de la educación, plantean la educación como “un acto de amor, y de coraje”; para Freire: "es una práctica de la libertad dirigida hacia la realidad, a la que no se teme; más bien busca transformarla, por solidaridad, por espíritu fraternal"; para Savater: "ese proceso de enseñanza nunca es una mera transmisión de conocimientos objetivos o de destrezas prácticas, sino que se acompaña de un ideal de vida y de un proyecto de sociedad".
            Educar ¿para qué? para utilizar nuestra libertad responsablemente –educar no es convencer-; para transformar la información en conocimiento al servicio de la sociedad; para vivir disfrutando cada momento con pasión; para enfrentar los problemas y angustias de la realidad con tenacidad; para ser sencillamente mejores personas.        

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