Por Oscar Picardo Joao opicardo@iseade.edu.sv
“Educrata”: dícese de aquella persona que cree en un sistema político basado en la educación, o bien, quien sostiene que las correlaciones de poder se sustentan sobre premisas educativas.
Esta definición no existe, se trata de un neologismo que intenta yuxtaponer la lógica de lo político con el metafórico mundo educativo; la reconocida investigadora educativa argentina Cecilia Braslavsky citando a Brunner y Sunkel (1993) definió a los “analistas simbólicos” como sujetos que producen, usan y aplican conocimientos para resolver problemas educativos e impactar en el devenir de las naciones; estos analistas se diferencian de los funcionarios tradicionales por su conciencia acerca de la relación entre conocimiento y poder, y por su convicción para el ejercicio efectivo del poder, con distanciamiento crítico, horizontalización de la toma de decisiones y mentalidad progresista. Digamos entonces que un educrata es un analista simbólico o viceversa.
Como quiera que sea, –analista simbólico o educrata- es importante reconocer que la educación ha sido y sigue siendo la solución para el desarrollo; en gran medida, los países emergentes exitosos –Japón, Irlanda, Israel, Tigres asiáticos, etc.- poseen una historia en común hilvanada por los siguientes ejes: plan educativo de largo plazo, plan de Estado con prioridades focalizadas y alto nivel de consenso social entre los principales actores sobre lo anterior.
Más o menos tratados comerciales, más o menos modelos económicos, más o menos ideologías son temas de segundo nivel; lo importante son los indicadores educativos, la calidad de recursos humanos y el avance del desarrollo científico y tecnológico. ¿Es posible esto en El Salvador?, obviamente sí, rotundamente sí, indelegablemente sí.
Necesitamos presidentes, ministros y funcionarios educratas, que diseñen una agenda política, social y económica centrada en la educación, para cambiar verdaderamente el rumbo del país hacia un horizonte de posibilidades científicamente relevantes; y esto nos remite a los parámetros de verdad, objetividad y sustentabilidad, lo que a su vez nos jalona hacia un modelo centrado en la persona y en su medioambiente.
El educrata observa y analiza los cambios macroeconómicos desde el análisis costo-efectividad e impacto de la educación media y superior en los mercados; procura el crecimiento económico sobre la base de patentes, sobre la atracción de inversión extranjera de alto nivel tecnológico, sobre la relación universidad-empresa y sobre la exportación de productos más inteligentes. Valora con econometría cuánto le cuesta al país un niño o un joven sin educación, y si vale la pena invertir más en las escuelas o en maquilas.
El educrata diseña su agenda de relaciones internacionales y diplomáticas sobre la base de beneficios e intercambio académico y científico; repatriando a los cerebros fugados y abriendo oportunidades para los jóvenes talentos en el exterior. Buscando becas y visitas de científicos, más que acuerdos protocolarios para la foto.
El educrata dialoga con sus colegas, atiende y escucha a los políticos, sensibiliza al empresario y busca el equilibrio entre la oferta estatal y las necesidades sociales, haciendo decisiones concretas y eficientes que demuestren que con la educación todos ganamos. Cree, además, en la meritocracia, en la superación y en la capacidad de cada ser humano para que se forme como ciudadano, artesano, técnico, profesional o científico, evitando que la vida o el mercado lo arrastre sin sentido al garete.
Finalmente, sin ingenuidad, el educrata reconoce que hay un mundo agropecuario, comercial, industrial, y de servicios, y que existen estigmas de violencia, desempleo, marginación y migración, entre otros hoyos negros de miseria humana; que todo se da en un marco cultural de creencias, valores y costumbres, pero todas las oportunidades, debilidades y amenazas tienen como punto de inflexión, transformación y mejora en la educación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario